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Pago Mis Cuentas.

    Enrique era un administrativo de Buenos Aires, andaba con los dientes peludos y varios clientes insoportables. Contaba historias de viajes por lugares inhóspitos, y a veces se quedaba dormido, el colesterol se lo medía el I.N.D.E.C.  El no seguía los consejos para cuidárselo, no tomaba las pastillas. Tenía largas charlas con cada uno de sus clientes, como de 2 horas, era medio timorato cuando llegaba el momento de rajarlos. De todos su clientes, Juan era el que más lo entretenía, un español afincado en Argentina que siempre intentaba caer parado, a Juan lo escuchaba sin ganas de echarlo. Enrique le ponía la oreja, ambos estaban adictos al martirio, entonces se entendían bien. Habían estado intercambiando ideas con algunos atisbos de autocomplacencia, casi que medio implícita. Enrique le comentaba a Juan que él se pasaba un rallador de queso por las rodillas y los codos, y con la piel que sacaba alimentaba a su perro. Juan por su parte le había comentado que se taladraba el empeine

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