Mora y el oso, del frío al calor.
Mora solía aburrirse todas las tardes, era grande, solo miraba noticias en la televisión porque disfrutaba haciéndose mala sangre.
Antes de nacer era parte de una fotografía pacífica, como todos sus actuales vecinos, del lado de “El frío” siempre se formaba una verdadera cofradía.
Muy por lo contrario, de este lado del film que vamos a llamar “El Calor”, todos eran bastante desconfiados y medio mala leche.
Ninguno podía explicar nada, nadie sabía para dónde ir, el haber perdido el norte los había dejado medio deambulando por la vida con la mirada perdida, casi como en piloto automático.
En aquella imagen friolenta, perfectamente fotografiada por vaya uno a saber quién, Mora estaba ubicada en un fragmento donde todavía daba el sol.
Se pasaba tardes enteras mirando para abajo, sintiendo lástima por los cadetes de Micro Centro, pero aquel espacio tan oniríco estaba destinado a caer.
Es que los de abajo los tenían entre ceja y ceja.
Tanto fuerza hicieron los enfrascados en carne, que la imagen voló por los aires finalmente.
“El calor”, responsable del atentado, se movía tracción a bajo astral y envidia pro gualicho.
Milenios sufriendo porque “El Frío” tenía casi todas las comodidades.
Todas, menos el clima, siempre un suetercito había que usar, pero en en la altura aparentemente no existía la discordia.
Posterior al estallido, y revoleo de por medio, Mora cayó en un guerra verbal muy chismosa.
De clase social y destino incierto permanente, “El Calor” era un sube y baja emocional.
Lo más injusto es que todos los caídos en “El Calor” se olvidaban por completo de su paso placentero por “El Frío”.
A lo largo de su vida en este plano más mediocre, ella vio como un sinfín de gnomos le iba quitando ceros a su moneda, una y otra vez.
Fue testigo de invasiones, todo tipo de guerras y ritmos latinos que invitaban a menear el upite a troche y moche.
Pasó el tiempo y Mora se había vuelto adicta a la decepción, vivió varias décadas poniendo el cuerpo para su marido, y algunos cuantos terremotos.
El último, alto en la escala de Richter, la había dejado manija.
Apenas terminados aquellos terribles temblores ella pedía a los gritos que volvieran a empezar, como si se tratara del Samba de Italpark, anhelaba una fichita más.
Mora, de tanto en cuanto, tomaba trabajos temporales, porque la hiperinflación y la viudez la oligaban a seguir corriendo adentro de la rueda del hamster.
Desesperada, ella aceptaba cualquier changa para sostener su triste existencia, enferma y rota tenía la obligación de seguir aportando al caos.
Fue feo cuando tuvo que cuidar a un oso, la condición era tenerlo 24 horas, bajo profunda sedación.
Al animal lo habían acomodado en una cama, como estaba totalmente dormido, Mora se acostaba sobre él y se frotaba recordando a su primer novio, buscando un orgasmo que su cuerpo ya no podía otorgarle.
Como si fuera poco, los dueños del oso tuvieron un problema con el auto en la Riccheri y llegaron tarde a buscarlo, en ese tiempo el oso se despertó y se dirigió al baño descompuesto.
Mora le cerró la puerta y lo dejó adentro, se sentó en la cama, esperando a que vinieran por él, y por ella.
Se había pasado la vida extrañando un lugar que no podía nombrar, ni ubicar mentalmente, pero sabía que existía.
Ya casi entregada, se prometió a sí misma volver al frío apenas terminada su tarea.
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