Canciones Del Segundo Piso.
Un mono tiró del piolín durante millones de años y se convirtió en Ludovico, un trader de Buenos Aires.
Entre varias cosas que solía plantear, estaba su teoría sobre la frivolidad imperante, no soportaba el hecho de que la gente mostrara una cara camuflada al comienzo de una relación.
El quería de entrada conmover al otro con su verdad, entonces en el primer café que tomaba con cualquier desprevenido, se acomodaba en su silla y lentamente se sacaba el estómago y lo ponía en la mesa.
Más de uno salió cagando, en algunos casos lograba sacarse la vesícula y la paseaba arriba de una bandeja, mientras la gente comía medialunas.
Llegó al insólito caso de llevar un equipo conformado por un endoscopista, un anestesista y un gastroenterólogo a una entrevista de trabajo.
Antes de que le revolearan preguntas en la cara durante el interrogatorio, Ludovico se recostó en una camilla para que los futuros empleadores lo vieran por dentro y sepan hasta de qué color tenía las paredes del esófago.
Había pegado un gran salto al mudarse a Valencia, no le quedó otra opción después de que su propia guerra civil lo dejara apolillado mentalmente.
Convivía desde ese entonces con una mezcla de éxito / destrozo personal que lo había catapultado a la más puta de todas las quejas.
Los restos de su historia estaban guardados en cajas en Saavedra, y aunque se trataban de recuerdos materiales, el los quería recuperar porque los sentía de alguna manera como un hilo conductor con su pasado.
Sin su colección de VHS le faltaba una pata.
Un día la baulera que guardaba sus memorias se inundó, pero el estado se mostró ausente a la hora de los bifes.
En su lugar miles de valencianos fueron a ayudar, pero solo encontraron pedazos de Ludovico entre el barro.
Tal era su fijación con lo material que su deseo por ser madera lo habían llevado a ponerse como meta transformarse en una cruz.
Siempre sostenía que en la vida "crucificás o te crucifican", y como ninguna de las dos opciones le resultaban atractivas, el prefería ser la cruz que otros carguen.
Tenía la desdicha de saber son certeza que cualquier entorno o ambiente feliz podría convertirse en uno triste solo con una noticia mala.
Había aprendido a no disfrutar de ningún momento, por miedo a que le arrebaten la felicidad, entonces prefería vivir triste todo el tiempo, ya no soportaba que le roben más nada.
Perdido en su sopa de letras, un día sonó su teléfono y del otro lado escuchó su propia voz recitando de memoria un relato de un gol del Mundial 90.
Se miró al espejo y tenía 78 años.
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